Ese día se levanto sin plegarias que suplicar a un dios inexistente, sin razones por las que llorar, sin grilletes en sus tobillos. Ese día Tao era libre para volar lejos, muy lejos de aquí. Dejaría atrás las pesadillas que despierto había sufrido en su corta vida.
Tao se levantaba cada día para trabajar de sol a sombra para su dueño, si…su dueño. Tao era un esclavo de un gran terrateniente de las tierras del Trashiyangste.
En miserables condiciones de vida, apenas tenía agua para llevarse a la boca cuando su frente segregaba sudor por los esfuerzos que le generaba el trabajar en esos inmensos arrozales. Pero Tao siempre te regalaba su sonrisa, él sabía que esa situación no se alargaría durante mucho tiempo. Los viejos del lugar le decían que no fuera tan fantasioso, que ellos eran el espejo de su futuro, pero Tao nunca les hacía caso. Él estaba tan seguro que Buda le había preparado un guión tan excepcional que protagonizar que contaba los minutos en los que ese guión comenzaría a rodar.
Y hoy era ese día. Quiao (el abominable hombre de las nieves) le dijo que fuera a la capital a por una nueva rehén de esos campos de arroz que si bien les podríamos llamar cárceles por las injusticias y las desdicha que en ellos había.
Tao se encontraba sentado en el suelo esperando un autobús que procedería de Bután. Los minutos pasaban, pero el autobús no llegaba. El atardecer empezaba a instalarse en la capital, el cielo se tornaba naranja y de repente una linda chica bajaba del autobús. Largos y lisos cabellos ondeaban una cara alargada con ojos rasgados. Unas manos que parecían que al tocar el aire sonaría un arpa. Todo se paralizo en ese mismo instante, el corazón de Tao palpitaba incesantemente como si de un corredor de fondo se tratase. Un instante mágico que paralizo a los viandantes que por allí pasaban, las hojas de los arboles no se contoneaban al son del viento, el agua de la fuente se cristalizó convirtiéndose en un violín y de fondo el Minueto en Mi Mayor sonaba en manos de un violinista turco.
Tao encontró la libertad, su corazón se escapo hacía las cumbres del Himalaya acompañado de las manos de Narayan, las cuales lo cuidarían con suma delicadeza regalándole cada día una linda flor del jardín más bello...su corazón.
En miserables condiciones de vida, apenas tenía agua para llevarse a la boca cuando su frente segregaba sudor por los esfuerzos que le generaba el trabajar en esos inmensos arrozales. Pero Tao siempre te regalaba su sonrisa, él sabía que esa situación no se alargaría durante mucho tiempo. Los viejos del lugar le decían que no fuera tan fantasioso, que ellos eran el espejo de su futuro, pero Tao nunca les hacía caso. Él estaba tan seguro que Buda le había preparado un guión tan excepcional que protagonizar que contaba los minutos en los que ese guión comenzaría a rodar.
Y hoy era ese día. Quiao (el abominable hombre de las nieves) le dijo que fuera a la capital a por una nueva rehén de esos campos de arroz que si bien les podríamos llamar cárceles por las injusticias y las desdicha que en ellos había.
Tao se encontraba sentado en el suelo esperando un autobús que procedería de Bután. Los minutos pasaban, pero el autobús no llegaba. El atardecer empezaba a instalarse en la capital, el cielo se tornaba naranja y de repente una linda chica bajaba del autobús. Largos y lisos cabellos ondeaban una cara alargada con ojos rasgados. Unas manos que parecían que al tocar el aire sonaría un arpa. Todo se paralizo en ese mismo instante, el corazón de Tao palpitaba incesantemente como si de un corredor de fondo se tratase. Un instante mágico que paralizo a los viandantes que por allí pasaban, las hojas de los arboles no se contoneaban al son del viento, el agua de la fuente se cristalizó convirtiéndose en un violín y de fondo el Minueto en Mi Mayor sonaba en manos de un violinista turco.
Tao encontró la libertad, su corazón se escapo hacía las cumbres del Himalaya acompañado de las manos de Narayan, las cuales lo cuidarían con suma delicadeza regalándole cada día una linda flor del jardín más bello...su corazón.
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